La bajada
al Puerto, atravesaba la vega de Motril.
Al Este la Iglesia del Cerro emergía sobre la vega plena de aguacates y chirimoyos de hojas tupidas y
carnosas que bordeaba la carretera. Al
otro lado por el Oeste: la caña de azúcar que se extendía hasta Salobreña con
su hermoso castillo árabe en la cumbre. Al sur la playa: el Mediterráneo y al
norte las cumbres de Sierra Nevada agresivamente blancas, resplandecientes.
Pedro había
decidido bajar al mar y descansar así,
un rato, de sus estudios. Se
cruzó con un nutrido grupo de ciclistas que pedaleaba con entusiasmo para subir
el tramo final de vuelta a Motril.
Por la
acera contraria un señor gordo y coloradote se paró a mirar a los ciclistas. Imprudente lanzó un: “¡hala, y hala!!!” con voz potente y con tanta fuerza
que interrumpió el pedaleo de un par de ciclistas que al volverse a mirarlo
trastabillaron el uno con el otro cayéndose ellos y tirando a tres o cuatro de
los demás.
Pedro iba tranquilo hacia abajo mientras
escuchaba música con unos auriculares e inesperadamente se topó con el
batiburrillo de bicicletas y ciclistas caídos muy cerca de él, en la carretera.
Súbitamente un coche que venía bordeando
a los deportistas, arremetió contra el muchacho caído al suelo y que presentaba,
de entrada y como resultado de la caída,
una pierna doblada en imposible ángulo por debajo de la rodilla enganchada en el
pedal de su bici.
Siguió a
esto una gran confusión. Lamentos de los accidentados y ajetreo entre la gente
que acudió arremolinándose por allí y que no sabía muy bien qué hacer. El
conductor del coche salió despavorido y al ver lo que había hecho se apoyó en
su coche con las dos manos y empezó a darse cabezazos contra el capó, hecho
polvo e histérico. Pedro sumergido en aquella pesadilla actuó más o menos mecánicamente y se
preocupó sólo de aquel joven que se había precipitado al suelo a sus pies.
Una de las
muchas personas que habían acudido debió haber llamado al 112 porque pronto se oyó el ruido de una sirena y
una vez la ambulancia aparcada dos
enfermeros y un médico se hicieron cargo
de la situación.
La Policía
también se había presentado allí con rapidez y empezaron a hacer preguntas y a
intentar ayudar.
Cuando se llevaron a los heridos y los mirones
empezaron a marcharse Pedro se acercó a un balate de riego que corría cerca y mientras se lavaba las manos, atónito todavía, y la sangre se extendía por el agua no dejaba de
preguntarse cómo había ocurrido aquello… tan inesperadamente. Se veía a sí mismo en
medio de aquel tumulto tratando de
incorporar al muchacho atropellado; le había pasado por debajo de la cabeza la mano y notó que
ésta se llenaba de sangre que escurría después al suelo formando un charco. En
la cara del accidentado no había ni un rasguño pero los ojos espantados del
chico se le habían quedado a él grabados en la retina. El pobre chaval balbuceaba e
intentaba decir algo. Otro herido, al
lado, se quejaba y pedía socorro exasperado, pero Pedro se había concentrado en
el que yacía a sus pies que le agarraba con crispación la otra mano.
Al
recordarlo minutos después, además de lástima por aquel chico que más o menos
tenía la misma edad que él, Pedro pensaba en lo efímeras que son salud e integridad física. A él también
podría haberlo alcanzado el coche, que al frenar bruscamente se había desviado y arroyado a los ciclistas.
El hombre que había causado el accidente con
aquel alarido, subía la cuesta de regreso a casa. Pedro vio que en su cara
había una mueca de estupidez, una especie de sonrisa mema y recordó un dicho
que antes le parecía intrascendente:
“¡Temed más
al bobo que al malvado!”
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