jueves, 6 de febrero de 2014

MALHADADO BOCAZAS








La bajada al Puerto, atravesaba la vega de Motril.  Al Este la Iglesia del Cerro emergía sobre la vega plena de  aguacates y chirimoyos de hojas tupidas y carnosas que bordeaba  la carretera. Al otro lado por el Oeste: la caña de azúcar que se extendía hasta Salobreña con su hermoso castillo árabe en la cumbre. Al sur la playa: el Mediterráneo y al norte las cumbres de Sierra Nevada agresivamente blancas, resplandecientes. 

Pedro había decidido bajar al mar y descansar así,  un rato, de sus estudios.  Se cruzó con un nutrido grupo de ciclistas que pedaleaba con entusiasmo para subir el tramo final de vuelta  a  Motril.

Por la acera contraria un señor gordo y coloradote  se paró a mirar a los ciclistas.  Imprudente  lanzó un: “¡hala, y  hala!!!” con voz potente y con tanta fuerza que interrumpió el pedaleo de un par de ciclistas que al volverse a mirarlo trastabillaron el uno con el otro cayéndose ellos y tirando a tres o cuatro de los demás. 

 Pedro iba tranquilo hacia abajo mientras escuchaba música con unos auriculares e inesperadamente se topó con el batiburrillo de bicicletas y ciclistas caídos muy cerca de él, en la carretera.
 Súbitamente un  coche que venía bordeando a los deportistas, arremetió contra el muchacho caído al suelo y que presentaba,  de entrada y como resultado de la caída, una pierna  doblada en  imposible  ángulo  por debajo de la rodilla enganchada en el pedal de su bici. 

Siguió a esto una gran confusión. Lamentos de los accidentados y ajetreo entre la gente que acudió arremolinándose por allí y que no sabía muy bien qué hacer. El conductor del coche salió despavorido y al ver lo que había hecho se apoyó en su coche con las dos manos y empezó a darse cabezazos contra el capó, hecho polvo e  histérico.  Pedro sumergido en aquella  pesadilla actuó más o menos mecánicamente y se preocupó sólo de aquel joven que se había precipitado al suelo a sus pies.

Una de las muchas personas que habían acudido debió haber llamado al 112  porque pronto se oyó el ruido de una sirena y una vez la ambulancia aparcada  dos enfermeros  y un médico se hicieron cargo de la situación.
La Policía también se había presentado allí con rapidez y empezaron a hacer preguntas y a intentar ayudar.

       Cuando se llevaron a los heridos y los mirones empezaron a marcharse Pedro se acercó a un  balate de riego que corría cerca y mientras  se lavaba las manos, atónito todavía, y  la sangre se extendía por el agua no dejaba de preguntarse cómo había ocurrido aquello…  tan inesperadamente. Se veía a sí mismo en medio de aquel tumulto  tratando de incorporar al muchacho atropellado; le había pasado  por debajo de la cabeza la mano y notó que ésta se llenaba de sangre que escurría después al suelo formando un charco. En la cara del accidentado no había ni un rasguño pero los ojos espantados del chico se le habían quedado a él grabados  en la retina. El pobre chaval balbuceaba e intentaba decir algo.  Otro herido, al lado, se quejaba y pedía socorro exasperado, pero Pedro se había concentrado en el que yacía a sus pies que le agarraba con crispación la otra mano. 
Al recordarlo minutos después, además de lástima por aquel chico que más o menos tenía la misma edad que él, Pedro pensaba en lo efímeras que son  salud e integridad física. A él también podría haberlo alcanzado el coche, que al frenar bruscamente  se había desviado y arroyado a los ciclistas.

El  hombre que había causado el accidente con aquel alarido, subía la cuesta de regreso a casa. Pedro vio que en su cara había una mueca de estupidez, una especie de sonrisa mema y recordó un dicho que antes le parecía  intrascendente:

“¡Temed más al bobo que al malvado!”

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