lunes, 17 de marzo de 2014

GESTO EN EL ESPEJO 2. Otro ejercicio

vViernes, 14 de marzo de 2014

Gesto en el espejo.  Otro ejercicio

Desde el pasillo por la puerta entreabierta del cuarto de baño vi su cara reflejada en el espejo:
Rostro redondo en forma de lenteja y su boca en continuas muecas: esbozó primero una sonrisa que quería ser natural  pero se veía forzada, se miraba  fijamente ampliando la abertura de sus labios, pasaba luego a emular una carcajada sin ruido y mostraba entonces ostentosamente los dientes, cerraba, abría y siempre con una visible satisfacción y contento de él mismo patentes en el reflejo.
Su mano derecha (izquierda en el espejo) se acercó al labio inferior y lo ahuecó: otra vez los dientes bien alineados, perfectos  se dejaron ver. Quitó la mano y surgió de nuevo  la sonrisa en aquella boca bien formada.
Fue entonces cuando abrió las mandíbulas de par en par y con las dos manos sacó, primero una y luego otra, las dos prótesis dentales completas y volvió a juntar los labios. La redondez del rostro desapareció en aquel momento y vi los labios hundidos y contraídos en una desagradable mueca surcada de arrugas.  En la frente de un semblante, envejecido ahora, el ceño se frunció y apareció un gesto de desagrado… Apartando la mirada del espejo procedió a limpiar su dentadura recién estrenada.

Ángela.

domingo, 9 de marzo de 2014

SI HUBIESEN PODIDO...



SI HUBIESEN PODIDO…                  -- Domingo, 09 de marzo de 2014

Ejercicio para un lunes cualquiera.

Sobre el sofá, en un cuadro grande, las tres viejas plasmadas en el lienzo  parecían presidir la habitación.  Sentadas en pequeñas sillas de enea  que contrastaban con los cómodos sillones de aquella  estancia, mantenían  la mirada fija en su costura sobre blancos paños.  Su  vestido  negro marcaba el tiempo y el   entorno rural  en el que debieron vivir. Si hubiesen podido alzar la vista el evidente paso del tiempo les hubiese sorprendido.

 Frente a ellas, algo que no conocieron: un televisor y más aparatos con botones que parpadeaban en rojo o verde y marcaban la hora, fugaz,  en medio de una pequeña pantalla.

Muchos libros  alineados unos en la librería, abiertos otros encima de una mesa rectangular en otra  parte de la habitación. Otra mesita con un ordenador, impresora  y  “trastos” varios que pertenecían a  un mundo ajeno a ellas.
Lo más espectacular, sin embargo, era la gran cristalera desde la que se podía ver todo Madrid. Les hubiese llamado mucho la atención si hubiesen podido contemplarlo.

 Un undécimo primer  piso que en su pueblo era algo desconocido e inexistente. La luz entraba a raudales para alegría de las plantas que a un lado y otro bordeaban el ventanal. Sol, mucho más abundante en invierno, en aquel salón tan bien orientado: un calanchoe  pleno de flores rojas y una nolina con su panza hinchada y un enorme penacho de hojas verdes,  esperaban el sol que todas las mañanas incidía sobre ellas desde levante. En el lado opuesto: dos bolas de cactus siamesas más gordas que sandias. Había también un pequeño ágave dentro de un antiguo fanal de cristal  de algún desaparecido cableado eléctrico que reposaba sobre otro recipiente cuadrado, también de vidrio. Parecía un pequeño invernadero cuidado con cariño y esmero.
  En el perdido pueblo de Almería donde las ancianas  fueron inmortalizadas sobre el lienzo  había plantas de esas y de todo tipo; así es que aquello, por lo menos, no les hubiera resultado extraño.

La gran maceta  de los cactus, de cerámica granadina, se apoyaba en un mármol, sobre algo que tampoco les era desconocido: unas patas de metal de una  antigua máquina de coser.

Resultaba también anacrónico para ellas (tan de pueblo) aquella bicicleta estática que, medio escondida detrás del sofá reclinable de la mujer, cobraba vida cada vez que su dueña la usaba al grito de: “¡después de comer mucho, quemar un poco! Risitas de los dos que allí moraban y luego: libro en ristre o con la tele puesta la señora leía o miraba la tele,  y pedaleaba satisfecha.

Por lo demás: más cuadros, algún adorno y otra mesa delante del sofá en la que de vez en cuando reposaban  unas piernas acompañadas, en seguida, por algún suave ronquido.
Pero ellas no podían alzar la vista de su aguja y de aquella tela… 

                                                                 FIN.


Nota del autor: No se sienten Vds. a coser  no les vaya a ocurrir como a estas pobres señoras.