sábado, 13 de junio de 2009

PARÍS- DAKAR desde MOTRIL. (viajes)

PARÍS/ DAKAR DESDE MOTRIL

El Rally París- Dakar se venía celebrando desde 1979. Yo, afortunadamente, siempre había gozado del privilegio de saber con exactitud, cual era mi vocación. Viajar. Era capaz (y no siempre es fácil) de viajar y guardar la ropa. Yo soy una maleta pequeña. Él me eligió así porque acostumbraba llevar con él, solamente, lo más imprescindible. Habíamos pasado muchas vacaciones juntos. Aquel año me llevó a Motril desde donde nos incorporaríamos al grupo de participantes. Iríamos en el equipo de apoyo pero pasaríamos antes una semana en la Costa Granadina. Pretendía tomar algunas muestras en el desierto africano ya que era investigador. Había tenido noticia de los humedales que todavía (entre Motril y Salobreña) dan cobijo a flamencos rosas y a otras especies que él deseaba estudiar. La primera etapa de aquella aventura en Motril fue agradable. Le oía comentar lo magnífica que se veía la nieve allá en las cumbres. Acostumbraba yo a cobijar sus ropas pero pronto pude apreciar que había alguien con él. Se trataba de una mujer joven y en mi interior empezaron a convivir las prendas de él con otras, desconocidas hasta entonces para mí, y mucho más delicadas; las de ella. Después de una corta travesía, por un mar que nos balanceaba suavemente, empezó lo que fue para mí una pesadilla y para él: el final. Montamos sobre un ruidoso camión. Todo eran risas y bromas. De ella no volví a saber nada; él se fue contagiando de la intrascendencia de los compañeros de viaje. Parecían niños mimados e irresponsables. Los traqueteos a que me vi sometida me estaban destrozando, mientras tanto, él pegaba sobre mi lomo de cuero beige, etiqueta tras etiqueta, de los países visitados. Avanzábamos: Marruecos, El Sahara, Mauritania, Costa de Marfil… yo casi no podía soportar tanto ajetreo. Estaba poniéndome viejísima, cuarteada. La sociedad en la que mi amo se desenvolvía era la de la opulencia. No tenían en cuenta que en los países que atravesaban tan alocadamente, las gentes morían de SIDA, de hambre y de miseria. Los pilotos conducían cegados por la arena. Los habitantes de los países que cruzamos se acercaban curiosos y se produjo algún atropello. No era yo la única en sufrir a lo largo de aquel Rally. Mi amo, cada vez más desquiciado, quiso hacer un tramo del recorrido en la moto que le prestó un amigo. Tan mala fortuna tuvo que, cuando iba a gran velocidad, un cactus que no vio se interpuso en su camino. El quedó sobre la arena con el cuello fracturado, yo medio enterrada y nadie me vio. Pasó el tiempo y yo cada vez más oculta, en aquel suelo blando, encontré mi destino y mi paz. Me llenaron esta vez de pieles calientes y ¡vivas! Toda una familia de roedores del desierto que crecía y crecía se instaló en mis entrañas y conocí el calor de un hogar y de unos dueños amables. Me abrigaban en las noches frías y hasta me mordisqueaban con cariño… El hecho de dejar de viajar sólo me sirvió de alivio, porque a aquellas alturas yo estaba cansada y desvencijada. Nunca más oí ruido de motores y me alegré.
ÁNGELA MAGAÑA

CRUCERO POR EL MEDITERRÁNEO

CRUCERO POR EL MEDITERRÁNEO

Aunque su subconsciente pretendía que ella no lo viese, en el suelo había algo medio escondido entre dos de los sillones y las espesas cortinas.

Por lo demás en la pequeña biblioteca decorada al más puro estilo inglés y marinero todo seguía igual. En las paredes varios cuadros todos relacionados con el mar o con alguna batalla naval, Trafalgar especialmente: un retrato de Nelson, otro de Churruca. El Victory en plena contienda. Otro navío: El Redoutable enzarzado a muerte con El Temerario, una marina y alguna carta antigua de navegación. En el techo una discreta araña daba una luz tamizada. Para la lectura, antiguos candelabros enmascaraban desde su clasicismo una iluminación más potente y moderna.

Un tresillo y unos cuantos sofás Chester color oliva; una pequeña mesita baja de caoba, con un tablero de ajedrez con las fichas dispuestas para el juego y unas cómodas butacas contribuían a hacer el ambiente acogedor. Sobre otro pequeño aparador alargado, un hermoso globo terráqueo muy consultado por los sucesivos y renovados navegantes.
Las ventanas protegidas por gruesas cortinas verdes a juego con la tapicería de los asientos.

Ella soñadora y muy joven, pensaba que su vida era bastante prosaica. Muchas obligaciones y responsabilidades, no compartidas, para con unos hijos pequeños y normalmente revoltosos. Su pareja cargaba también con lo suyo: un trabajo duro y crispante, de muchas horas y pocas satisfacciones. Vivían en Motril una bonita ciudad a Orillas del Mediterráneo.

Los niños iban creciendo y les ataban, ya, menos; los dos trabajaban y la vida empezaba a no ser tan dura. Vieron anunciado en el periódico, un crucero de una semana a un precio muy asequible que tenía Málaga como punto de inicio y decidieron ir a por él. Una vez en la agencia descubrieron que el precio ofrecido era por montarse en el barco… o poco más. Aparte había que pagar un montón de cosas imprescindibles: bebidas, ducha, excursiones, todo… No les importó; lo aceptaron.

El crucero partía de Málaga, irían a Génova y una vez allí, y ya en autobús a Roma, Pisa, Siena y a Florencia, donde pasarían la Noche Vieja. Todo ello en una semanita de ocho cortos días con sus siete noches correspondientes. Ilusionados a tope, se embarcaron dispuestos a disfrutar de lo lindo. Tenía ella poco más de treinta preciosos años, pero llevaba tanto tiempo criando hijos que no era consciente de lo joven que era. Marta y Juan se llamaban, se gustaban, se querían y todo transcurría bastante bien entre ellos, excepto que a él se le olvidaba manifestar su cariño y su admiración. Ella empezaba a sentirse insegura. Una vez en el barco ocuparon su diminuto camarote que les pareció perfecto y se sintieron afortunados. Salieron a curiosear y se encontraron con un montón de gente conocida. Aquello empezaba de la mejor manera. En ese mundo de diversión, rodeada de comodidades y con un mar inmenso alrededor, la transformación fue radical. Fue como una explosión en ella: de sensualidad y de alegría. Se sintió, por primera vez en mucho tiempo, joven, guapa y atractiva. Bailó con hombres que se fingían enamorados de ella, de su talle, de sus ojos y que le susurraban al oído las canciones que la orquesta interpretaba. Luego era con Juan con quien brillaba.

Le gustó sentirse deseada y atisbó como por una rendijita de la vida, un mundo de sonrisas, aventura y diversión. Muy distinto de su realidad.
El viaje era corto, corto el tiempo y tan agradable que volaba rápido… se escapaba. Dos noches de navegación y llegaron a Génova, donde desembarcaron.

Maravillosas las ciudades que visitaron, pero se dieron cuenta de que cualquiera de ellas hubiese necesitado mucho más tiempo del que entonces tenían. En algunos sitios tomaron decisiones drásticas: a la Capilla Sixtina, por ejemplo, decidieron sacrificarle las dos o tres horas dedicadas al Museo Vaticano y se extasiaron mirando sus techos y paredes. De Pisa vieron lo que todo el mundo conoce y desde lo alto de la Torre Inclinada constataron que había preciosos palacios e iglesias, que en aquella ocasión, al menos, tampoco conocerían.
Por Roma callejearon y alucinaron con lo que vieron y con lo que vislumbraron, como en un relámpago. Siena, con su Gran Plaza Medieval, no les dejó tanta sensación de impotencia. En Florencia fue peor: ¡una única noche en Florencia! Pudieron admirar únicamente un David de una belleza inconmensurable, y dejándose allí el corazón se juraron volver.

Cayó la noche, la de Año Viejo, y sólo les quedaba ya la cena y el inevitable cotillón con gorritos y matasuegras. A la mañana siguiente, de vuelta en el autobús, al barco. Tenían todavía ante ellos dos noches de barco y un día de navegación. Todo estaba siendo como un sueño fugaz. En los viajes las gentes dejan salir lo positivo de su carácter. Todo el mundo liberado por unos días de trabajo, rutina y preocupaciones, suele mostrarse agradable, ingenioso, divertido y estupendo. Cuando querían pasar solos, ellos dos, algún momento o comentar algo en privado, se refugiaban en una pequeña y confortable biblioteca, que estaba en el piso superior y donde nunca coincidían con nadie más. Había renacido, entre ellos, todo el amor y complicidad de los albores de su relación.

El tiempo empezó a ponerse amenazador, pero la diversión no cejó por eso. Había que cruzar el siempre agitado Golfo de León. Seguían los bailes en los distintos salones y pocos eran los mareados o asustados. Algunas escondían su ansiedad bajo risas y bromas. De repente, sonó la campana de avisos y convocaron a los viajeros en la cubierta para hacer un ensayo de salvamento. Hubo quien empezó a manifestar su, hasta entonces, disimulado miedo.

Marta y Juan reaccionaron de distinta manera. A ella le dio por reír cuando una amiga le hizo jurar que la “achucharía” si había que saltar, temía no ser capaz de hacerlo por sí misma. Juan se fue al camarote y se quedó dormido y Marta se quedó con los demás observando los acontecimientos y pasándolo muy bien. Las cosas se pusieron más tensas cuando uno de los del grupo que escuchaba una pequeña y potente radio que tenía, oyó en las noticias que un carguero acababa de zozobrar en el Golfo de León, el mismo que ellos atravesaban. Pasaron unas horas y Marta decidió intentar descansar y se fue también al camarote. Juan dormía como un bendito y ella se acostó bastante tranquila por el momento. Estaba ya dormida cuando se oyó un gran estruendo y luego una sirena amenazadora. Unos y otros salieron disparados a los pasillos. El mar se movía cada vez más. No podían casi mantenerse en pie. Marta empezó a preocuparse por no haber prestado atención cuando les dijeron donde instalarse en caso de naufragio.

Otra vez, la campana de avisos, ahora tranquilizando a la gente: con el vaivén, una máquina de juegos había caído causando un gran estrépito y la consabida alarma. Marta regresó a la cama, Juan no estaba. Ya volverá, pensó ella.

¡La calma al fin! La tormenta había pasado y el barco volvió a su avance sosegado y regular… Las cuatro de la madrugada, las cinco, las seis… Se acercaba el momento de desembarcar. Juan seguía sin dejarse ver. Maletas preparadas, todo listo… Juan no aparecía, seguía sin aparecer. Dio Marta la voz de alarma. En un gran despliegue se organizó una búsqueda minuciosa.

Desde la cubierta del barco pudieron ver Carchuna, Torrenueva y las costas de Motril. Marta, al reconocer el puerto, pensó en la vida que siempre había compartido con su marido en ese Motril tan querido, y se angustió más todavía. Llegaban a Málaga.

Desconcierto, preocupación, terror. La policía embarcó y milímetro a milímetro, todo, o casi todo, fue inspeccionado.
Recordando los momentos pasados con Juan en la biblioteca, y desesperada, Marta se dirigió hacia allí, hundida.
Nada había cambiado, todo parecía igual, pero en el suelo, sobre la alfombra, entre dos butacas y medio oculto por las pesadas cortinas uno de sus pies asomaba. Se acercó, retiró todo y lo vio allí tendido con un gran golpe en la cabeza. Supo al momento que nunca volverían a Roma, ni a Florencia, ni a ningún sitio de los que habían soñado.
Breve y último viaje el que habían emprendido juntos, con tanta alegría.

BRIGADOON (ELECCIÓN FINAL)

MOTRIL, MI BRIGADOON PARTICULAR

Lo que había sido un bonito viaje estaba terminando en algo muy parecido a una huída. Abochornada, todavía, se dirigía a embarcar en el tren que la conduciría de vuelta a su casa en Motril. No podía creer lo que acababa de ocurrirle… Todavía resonaba en sus oídos la voz enfadada de su ¡difunto! marido; clara y nada distante.“Dile a ese mamón que de eso ¡nada!” “¡Que no se confunda!” Una vez instalada en su correspondiente asiento y ya más tranquila, empezó a pensar en lo acaecido. Recordó la súbita muerte de él, su marido, no precedida por enfermedad ni sufrimiento. Le vino a la mente su propio desconcierto y el pensamiento inicial de que, después de compartir toda una vida, no sería capaz de superarlo. Se sintió orgullosa de cómo había vencido sus temores y tristezas y decidido no dejarse abatir e incluso se recreo pensando cómo, ella sola, había ultimado los preparativos, que él había dejado a medias, para realizar el viaje planeado en principio para los dos. Por lo demás todo había resultado perfecto. Le vino a la mente la palabra clave: “Brigadoon”. Se recordó a sí misma antes del viaje, hojeando un viejo diario de su bisabuela, olvidado en un armario de la casa que había pasado de padres a hijos y que, ahora ella habitaba en Motril. El cuaderno de la desaparecida señora, que ella no había llegado a conocer, tenía un título — Motril, mi “Brigadoon” Particular— y una fecha: Octubre 1998. Al abrirlo una foto antigua cayó de entre sus páginas y en él un señor maduro de pelo blanco, atractivo. Por detrás, otra vez lo mismo: “BRIGADOON”, en letras mayúsculas ahora. Representaba aproximadamente la misma edad actual de ella, Victoria. Recordó cómo con curiosidad había consultado en Internet. Brigadoon: Pueblo ideal, legendario, perdido en algún remoto lugar de las “High Lands” escocesas y cuyos habitantes gozaban de juventud y felicidad eternas. La idea sirvió en 1954 para una película de amor: Un musical protagonizado por Gene Kelly y Cyd Charisse (bailarina excepcional, de larguísimas piernas) y dirigida por un tal V. Minelli y que se estrenó en 1995 con ese mismo título. Leyó con avidez lo escrito en el manuscrito y aún sonreía al rememorar lo que la buena señora comentaba en el diario con mucha sorna: “Motril es tan bonito como dicen que lo es Brigadoon, protegido por montañas cubiertas de nieve y dotado de un clima privilegiado, pero… igualito que allí ¡no hay quien salga! No hay tren, aeropuerto tampoco y para los que tenemos problemas para conducir, como yo, esto parece a veces un callejón sin salida y proseguía muy enfadada: Sólo contamos con autobuses lentos e incómodos y viajar despacito ¡no es lo mío!” Esto le hizo mucha gracia a Victoria, ya que en el presente aquel problema de comunicaciones estaba más que superado y Motril contaba ahora con una magnífica estación de ferrocarril orgullo de los motrileños que, lustro tras lustro, lo habían esperado y deseado durante mucho tiempo. Terminó pues de organizar la partida y emprendió su periplo, hacia Madrid primero y luego hasta León donde empezaría la etapa más deseada; viajaría en un tren de vía estrecha: El FEVE, único ya en Europa de esta índole, que recorría la Cordillera Cantábrica en cortas etapas que se hacían, exclusivamente, de día dejando las noches para el descanso y para disfrutar del tren en sí, magníficamente acomodado para ello. La estancia resultaba de lo más atractiva. Victoria adoraba viajar y los trenes en concreto la enloquecían, así es que una vez que se hubo acomodado en su asiento junto a la ventanilla y contemplando los picos blancos de Sierra Nevada se sintió bien y se propuso disfrutar lo más posible el trayecto que, sin duda, iba a ser breve porque aquello volaba… En Madrid pasó unos días deliciosos y después, en otra etapa llegó a León. Se alojó en el Hotel de San Marcos. Todo un lujo. Era una delicia el Parador y también la ciudad: León con su Catedral de un gótico purísimo y con sus cúpulas abarrotadas de cigüeñas. Lo había visitado todo con detenimiento y al llegar la noche, en el típico Barrio Húmedo, había cenado corderillo asado y comprobado con placer que su fama no era infundada. El vinillo… le pareció extraordinario. Transcurridos un par de días llegó de nuevo la hora de embarcar esta vez para realizar el recorrido de la preciosa Cornisa Cantábrica y visitar además los lugares más interesantes en un autobús que acompañaba por carretera al tren. Al salir del parador muy arregladita y pizpireta como siempre y calzada con unos taconcillos bastante respetables, tuvo la mala ventura de que los dos zapatos a la vez se le engancharan en un pequeño pliegue que tenía la alfombra. Se precipitó al suelo… y al caer y con las manos ocupadas como iba, pensó lo habitual en esos casos: “Me mato” Aturdida se encontró entre los brazos de un señor de pelo blanco, muy majete, que estaba de muy buen ver todavía. Oportuno la había “cazado al vuelo”. Le resultó conocido el caballero pero, en un principio, no lo localizó. Le dio las gracias y se dirigió en un taxi hacia el apetecido vagón/ hotel. Era un encanto: antiguo y confortable; tenía todo lo necesario aunque con el espacio aprovechado al máximo. Metió cuidadosamente en el armario sus ropas y todo lo que había traído para aquellos días y sin tardanza se dirigió al salón; un piano y un bar lo presidían y ella se sentó a la vera de una de las mesitas y observó a los demás que iban llegando. Recordó con qué agrado había descubierto que el mismo señor que la había impedido caer se dirigía hacia ella. La saludó, se presentó: “Víctor”… y le tendió la mano. “Yo, Victoria”… y se sonrieron. Aquella sonrisa la “hizo caer”: ¡Era el hombre que aparecía en la foto del diario de su abuela! El que no la “había dejado caer” y se rió por lo “bajini” de la bromita tan tonta que se le había ocurrido. Por un momento volvió a la realidad del momento actual pero su asombro no se acababa de disipar. Siguió recapacitando, procurando repasar cada detalle mientras el tren proseguía su viaje. A su mente vino el momento en que él le dijo que venía de Brigadoon y cómo se había sorprendido al rememorar la foto y al acordarse del viejo diario y cómo había acabado no dando importancia a aquel detalle, sumamente sorprendente en realidad. Una vez iniciado el crucero en el FEVE pudieron comprobar que, cada noche, el tren estacionado se convertía en un espacio de convivencia, con un buen restaurante, música y diferentes actuaciones para los componentes de la expedición a los que se veía felices y relajados. Todo era de lo más agradable. Cuando llegaba el día reemprendía la marcha; el recorrido no solía sobrepasar los 150 Km. y ellos gozaban del paisaje verde y refrescante y cuando paraban de nuevo, un autobús que los acompañaba por carretera, los llevaba a visitar los pueblos y vestigios románicos situados en lugares a los que las vías de ferrocarril no llegaban. El tiempo fue amable con ellos y tuvieron la oportunidad de conocer mil sitios bonitos; en Palencia: Santa María de Frómista con su Cristo, románico también, austero y conmovedor, las diminutas teselas de algún pavimento romano… aunque no podía acordarse de todo, pensó que lo haría cuando llegase a casa y pusiera orden en sus ideas y en los recuerdos que había ido conservando. Santillana del Mar le gustó mucho, las Cuevas de Altamira, en fin… toda la costa Cantábrica tan agreste e impresionante.Víctor se había erigido en su compañero asiduo y parloteaban mucho, con muy buen humor, lo que les permitió descubrir lo mucho que tenían en común. En Asturias hubo un pequeño incidente que provocó su aproximación: Desde Ribadesella el autobús los llevó por escarpadas laderas a la Basílica de Covadonga y fueron a la pequeña gruta de la Virgen venerada por su reputación de milagrosa y después otra vez, carretera arriba, hasta la cumbre donde están los preciosos lagos. Hicieron muchas fotos y al regresar al tren Victoria dejó la cámara sobre su cama y salieron a cenar a un buen restaurante. No se dio cuenta pero una pequeña rendija quedó abierta en la ventana del vagón y algún crío se debió colar por el hueco. Cuando volvieron el aparato y alguna cosilla más habían desaparecido. Lo sintió, especialmente por las irrepetibles fotos, pero eso dio pie a que los dos se sentaran en la cama y charlaran con más intimidad de la habitual… Más tarde: Cudillero, Luarca les enamoraron y entre visita y visita: comidas que estaban para chuparse los dedos y… buen vino. Todo propiciaba el acercamiento y la diversión. Victoria no podía creer lo que le estaba pasando. Lo último fue Santiago que les pareció una ciudad encantadora. Después vino la última etapa, la final: Ferrol/ León, pero en autobús esta vez. El crucero en tren había terminado y… era hora de despedirse. Entonces es cuando tuvo lugar lo que hizo que Victoria, ahora en el tren que la reconducía a su casa, saliese medio huyendo sin tomarse tiempo ni para despedirse. Podía recordar como Víctor con los ojitos tiernos y sin pensarlo un pelín le había dicho: “Victoria, llevo toda la vida esperándote y ahora no te voy a dejar escapar. Te ofrezco mi hogar en el sitio maravilloso en el que vivo. Quiero que compartamos nuestras vidas de ahora en adelante. Ven conmigo, por favor” Ante el estupor de ella, había continuado: “Tengo la impresión de haberte querido antes. No es ahora cuando nos hemos encontrado. Tu has sido mía desde… siempre” Se sacó del bolsillo una antigua y amarillenta foto. Victoria pudo reconocer en ella a su bisabuela (parecidísima a ella, por cierto), pero lo más sorprendente era que a su lado estaba ¡Víctor! con la misma apariencia que tenía en el retrato que un día cayó del viejo diario. Victoria estaba hecha un auténtico lío y encima en su fuero interno oyó, o creyó oír, la voz de su finado marido que con su acento más madrileño y más enfadado susurraba: “Dile a ese mamón que: de eso ¡nada!” “¡Que no se confunda!” Completamente apabullada temió que la ¿imaginada? voz de su ex, fuese escuchada por Víctor o por alguien más y salió precipitadamente en dirección contraria, a tomar el primer taxi que pasó, sin dejar reaccionar al lanzado pretendiente. Dos días después, ya en su casa de Motril, de vuelta a su vida cotidiana volvió a hojear el viejo diario. La palabra “Brigadoon” iba tomando sentido para ella. Caviló acerca de lo de la eterna juventud… Ya tenía ella, que no era precisamente una veinte añera, sus correspondientes dolorcillos en la espalda, su poquito de colesterol y en fin… lo propio de su edad, que era más de eso que de coquetear como una loca. Lo pensó así ligeramente avergonzada, pero en el fondo… feliz. Se preguntaba cómo iba a acabar aquello y pasaron los días. Reflexionaba, hasta que se dio cuenta de que aquello de que el tiempo no pareciese pasar para él tenía sus desventajas. "Igual se cree desde su dichoso Brigadoon (se decía ella) que me está haciendo esperar cuatro días, me hace como a mi abuelita… y deja pasar dos o tres generaciones". En efecto transcurrieron unos meses… pero Victoria que, ya de por sí, se preocupaba por su aspecto y por ser una persona positiva cada día estaba más guapetona y resultaba más interesante. Un día conoció a un hombre más real, de los que se ponen viejecitos con el paso de los años, como todo el mundo. Vivieron contentos y felices, sin abusar de las perdices por lo del colesterol y… colorín, colorado este cuento se ha acabado.
P.D.En el fondo a Victoria no le hubiese hecho ninguna ilusión heredar el novio de su abuelita. ÁNGELA MAGAÑA