domingo, 20 de febrero de 2011

MONO

MONO

Cuando se le acababa se venía abajo. Le entraba el mono y pasaba horas o días de desasosiego hasta que volvía a conseguir más; luego, no siempre se calmaba en los primeros minutos. Se empezaba a tranquilizar cuando sus ojos se posaban en él. Lo sujetaba fuertemente entre sus manos lo abría y se lo dosificaba procurando dominar su impaciencia. Inmediatamente su mundo cambiaba y se hundía en otro más nuevo y distinto, más libre y mejor. El viaje solía ser formidable. Algunas veces le duraba más, otras volaba y ¡vuelta a empezar! La última hoja, le producía un extraño placer. Pero luego venía el vacío; le faltaba, lo necesitaba y no podía parar hasta que no conseguía otro. Aquello no tenía cura.
¡Los libros eran su droga!

jueves, 17 de febrero de 2011

LA PRINCESA QUE SE TIRABA PEDITOS CON FORMA DE CORAZÓN

LA PRINCESA QUE SE TIRABA PEDITOS EN FORMA DE CORAZÓN.

Érase una vez una princesa que lo tenía todo para ser feliz. Vivía en un castillo con sus torres, almenas, foso con cocodrilos alrededor, su fantasma en fin que no le faltaba detalle al castillo.
Había también ¿cómo no? un espejo mágico al que la linda joven hacía preguntas constantes “¿Soy la más bella?” “¿Son mis ojos color miel?” “¿Llegará pronto mi príncipe azul? ¿“Será antes un sapo, al que tendré que besar”?... y así sin parar y cómo el espejo era mágico y tenía su corazoncito un día se hartó y de mal humor a la pregunta: “¿Tiene mi aliento el aroma de las rosas?”
Contestó: “No princesa, te huele fatal” y añadió “Y tus pedos son repugnantes”.
La bella princesa casi se desmaya del susto. El espejo nunca le había mentido por lo que se preocupó muchísimo.
El interrogatorio empezó de nuevo. La joven le pedía soluciones y el espejo agotó todas sus fuentes de información. Recurrió incluso a Internet y buscando, buscando, llegó a la conclusión de que la culpa era de los potajes que se atizaba la princesita y que, por cierto, le sabían a gloria.
Así es que el espejo dijo con tono solemne:” Princesa mía, muy amada, si te quieres corregir tendrás que comer cosas más ligeras”
Y así lo hizo: Se convirtió en la persona más austera del mundo.
Comía verduras, pescaditos y sobre todo fruta. Sus preferidas eran las manzanas tipo Blanca Nieves, muy rojas y sanitas. Si por casualidad un día se encontraba un gusano dentro de una de estas frutas, lo sacaba con sumo cuidado, lo chupaba con mimo para no desaprovechar la fruta y tiraba al bichito con delicadeza, ya que de carnes ¡Nada!
Pasaron unos meses y la princesita estaba incluso más guapa y mejor de tipo.
Preguntaba y el espejo se deshacía en elogios. Pero otra vez se empezaba a hartar de tanta preguntita.
Un día y sólo por fastidiar le dijo:”Princesa eres tan linda y delicada que deberías intentar mejorar tus flatulencias un poco más. Reconozcamos que aunque ya no apestan no dejan de ser lo que son y esto ¡para una princesa…!”
La doncella que estaba cada día más tontita y egocéntrica se obsesionó con el tema y caviló y caviló.
Cada día comía menos y los deliciosos potajes quedaron totalmente olvidados.
Después de mucho ensayo consiguió ¡Al fin! Que sus peditos tuvieran forma de corazones: Rojos si comía sandía, amarillitos con los plátanos, naranja con las zanahorias.
Tanto afinó con las comidas que un día la espiritual princesita se esfumó convirtiéndose en una espiral de esencias varias formada por corazones de todos los colores.
El espejo se quitó un latazo de encima y yo os doy un consejo amiguitos mios: comer bien, disfrutad con ello y no os preocupéis con chorraditas.
P.D. El pobre príncipe, con tanto lío, fue un sapo toda su vida. No hubo princesa que le diese beso.

lunes, 14 de febrero de 2011

"EN JAMÁS DE LOS JAMASES"

“EN JAMÁS DE LOS JAMASES”

Cuando se conocieron, Manuel estaba convaleciente todavía y Mar, recién divorciada, se recuperaba de un matrimonio que le había resultado insufrible. Su marido era moreno, gordito, mofletudo, sedentario y aburrido hasta la exasperación, previsible hasta en el más pequeño detalle, y sus aspiraciones eran: ver football, tele, y no separarse de ella ni un minuto: “en jamás de los jamases”, solía decirle con auténtico empalago.” Mar se ahogaba y había acabado mandándolo todo al garete y cortando por lo sano. Después de 10 años, la decisión fue dura, difícil… pero ya estaba hecho y ella empezaba a respirar mientras que su marido, afortunadamente, tampoco parecía sufrir demasiado.

Manuel acababa de regresar de Bolivia, tierra de quechuas y aymaras, a donde había ido contratado por un periódico francés que le había encargado un reportaje sobre aquellos indios de procedencia desconocida. Se había adentrado en la investigación y había descubierto que la presencia en Bolivia de estos indios precedía en miles de años a aquellos a los que Colón y los demás descubridores habían encontrado al pisar lo que ellos calificaron de Nuevo Mundo.
Quechuas y aymaras vivían una casi continua enemistad aunque, los unos y los otros, eran y lo habían sido siempre, gentes pacíficas. Los aymaras con frecuencia eran considerados inferiores y tratados despectivamente pero Manuel, nuestro hombre, descubrió en ellos capacidades absolutamente desconocidas, incluida la de comunicarse entre ellos en un idioma expresado en sonidos, escasas palabras, frases recortadas y mucho de intuición y empatía. Una especie de telepatía parecía reinar entre ellos y Manuel con su carácter afable y sus deseos de ayudar e integrarse, acabó siendo muy apreciado por los nativos.
Procuraba serles útil y con su pequeña furgoneta los llevaba a veces a La Paz que estaba a setenta kilómetros de Tiwanaku, donde vivían, o se adentraba solo (o acompañado) por sendas o caminos que conducían a las excavaciones (pocas, por falta de dinero) dedicadas a buscar vestigios del pasado. Le gustaba charlar con aquellos estudiosos del terreno, más próximos a él en el ámbito cultural.
Un día un fuerte aguacero había embarrado los caminos y la furgoneta renqueante y deteriorada se le paró en mitad de un riachuelo que habitualmente era un lecho seco y pedregoso. Aquel día nadie le acompañaba y abrió el capó para echar un ojo al motor. Había agua por todas partes y al ir a asomarse descubrió una serpiente que había sido arrastrada dentro por el fangoso líquido. Antes de que tuviera tiempo de retirarse y mucho menos de averiguar de cuál se trataba sintió una gran punzada en el antebrazo y el miedo se apoderó de él.
Se apresuró hacia la orilla y una vez allí se desmoronó, como fulminado, en mitad del camino.

El veneno era mortal pero tuvo la fortuna de que unos indios lo encontraran y lo llevaran sin tardanza al cercano poblado. Afortunadamente eran conocedores de los antídotos adecuados para las serpientes, más comunes allí y tras tres meses de dolores y problemas se consideró casi recuperado y con ganas de volver a su mundo.

Eligió para vivir Granada, una ciudad que le subyugaba, aunque nunca había estado allí más de una semana. Se instaló en el Hotel Granada Center y empezó a pensar en cómo reorganizar su vida. Dejaría el periodismo, pensó, y se dedicaría a escribir una novela en la que plasmaría todas las vivencias y aventuras recientes en su memoria.
En la habitación contigua a la suya estaba Mar que había ido a un congreso de medicina a reunirse con sus compañeros médicos. Se veían por el pasillo y coincidieron, un par de días, en la cafetería a la hora del desayuno y acabaron entablando amistad.
Manuel era atractivo, un cincuentón interesante, delgado y alto y Mar resultaba una mujer con mucho encanto. Le obnubiló, a ella, la conversación de Manuel y mentalmente al oír tanta aventura lo comparó con su ex y se sintió muy atraída por esa personalidad tan aventurera.
Acabaron juntos y completamente revueltos y se instalaron en una nueva casa a compartir su vida de forma definitiva o… esa, era la idea.
Aquello era auténtica pasión que vivían los dos, medio enloquecidos. Como en la canción de Ana Belén: “Parecían dos irracionales”
Él triunfó con su novela y empezó otra y otra y llegó a ser un escritor conocido y exitoso.
Ella era un buen médico y se entregaba, con vocación y acierto, a su trabajo.
Pero pasó el tiempo y, con él, la vehemencia amorosa de ambos. Manuel viajaba mucho para documentar sus novelas y cada día estaban más distanciados geográficamente y también en su relación de pareja.
Mar pensaba, escéptica, que lo del amor para siempre no era para ella y estaba muy desilusionada.
Este segundo amor, también, pasó al olvido.

Meses más tarde, una noche, Mar salió a cenar con un grupo de amigos. Lo pasaron bien, sin más, y quisieron rematar la reunión con una copita en un club. Un señor se acercó a ella en cuanto la vio. La luz velada del local y el humo no permitían una visión precisa, pero Mar percibió a un hombre de pelo blanco y poblada barba, blanca también, mejillas con arrugas profundas y un cuerpo erguido y alto donde la grasa brillaba por su ausencia. Un hombre maduro con muy buen pinta, pensó ella. Bailaron un buen rato en silencio con movimientos acompasados, disfrutando extrañamente de la proximidad. Se sentaron luego y mientras saboreaban la última copa empezaron a hablar. Ella le contó sus dos experiencias; primero le habló de Manuel y de cómo su relación se había apagado, después de unos años, hasta no existir. Luego melancólica le habló de su primer marido de cómo habiéndose querido mucho, no pudo soportar, ella, tanto aburrimiento.
Él a su vez le contó como, por amor, había decidido cambiar totalmente de forma de vivir para reconquistar a la mujer que dejó escapar por estupidez y pereza. Había descubierto el deporte, el teatro, el cine, la lectura, aprendido a bailar, a viajar y comprendido que el amor hay que mantenerlo y no dejar que se consuma.
Se cogieron de las manos, sus ojos se encontraron y ella le reconoció.
Tomó la palabra Mar y soñadora dijo: Mi hombre juraba que me amaba y no se separaría de mi… y los dos a la vez pronunciaron la frase clave: “EN JAMÁS DE LOS JAMASES”

ÁNGELA

sábado, 5 de febrero de 2011

NILO

NILO

Egipto seguía pidiendo una respuesta a su Presidente que, a los 80 años y aferrado al poder durante casi treinta, se resistía a dimitir.
La protesta, en un principio, era pacífica. Miles de personas en la Plaza Tahrir en el Cairo conminaban a Mubarak a una salida que permitiera una sucesión democrática. Las cosas se complicaron, días después, con la aparición, cargada de ira, de los afines a su permanencia. Mubarak seguía sin escuchar los gritos: “¡Fuera, Vete!”, del populacho. Palos, pedradas, cócteles molotov de sus partidarios y empezaron las noticias: once muertes hasta el momento y los ataques violentos a los periodistas extranjeros. La ocultación de la verdad se hacía necesaria para el tirano. El momento era peliagudo y no se sabía, aún, en que iba a acabar todo aquello.
Había temor de que la situación virase hacia una solución islamista totalitaria y evidentemente nefasta para el país e incluso para el resto de la convivencia civilizada y normal.

Marta empezó a hojear las fotos del viaje a Egipto tres años atrás. Recordó a Sara la preciosa niña nubia que le había cogido la mano y compartido con ella paseo, conversación, piropos de la una a la otra y que acabó pidiendo una barra de labios para la madre.
En el poblado les enseñaron la escuela y un pequeño taller donde disponían de Internet.

En una imagen, Marta, apoyada en la barandilla en la cubierta del barco que los llevaba por el Nilo observaba las aguas. Un camarero amable, nubio también, guapetón, la había obsequiado con un hermoso: “I like you” y con un “javivi” y ella con el relajo propio de un viaje tan encantador, lo había agradecido y contestado con unas frases también amables.
Un encontronazo del barco con un banco de arena del fondo poco profundo, en el Nilo, la había sacado poco después, de sus ensoñaciones… ¡Normal todo! Aquello ocurría con frecuencia. Solo un pequeño susto. Pequeñas chalupas se acercaban a venderles chilabas que lanzaban hacia ellos con facilidad por encima de la borda. Todo de lo más pintoresco… y todo estaba ahora en peligro.
El acceso a Internet, ya generalizado y a los móviles había propiciado, extendido y hecho patente el descontento, contagio de Túnez que había empezado primero.
En aquel viaje no los había sentido distantes a ella misma. A la vuelta, y ya en el aeropuerto, coincidieron con los que volvían de la Meca y entonces sí, pudo observar, bastantes burkas y vestiduras que ella asociaba a la falta de igualdad y libertad para la mujer y también a la incultura. Pensó en la última foto de un periódico actual que se le había quedado grabada e la retina: una mujer a la que se le veían solo y escasamente los ojos tapada entera por su vestimenta y que llevaba junto al pecho un montón de piedras e iba dispuesta a arrojarlas contra los que pedían un cambio.

Marta deseo con todas sus fuerzas que todo se solucionase de la mejor manera, que Egipto mantuviese su paz y siguiese abierto al resto del mundo como cuando ella tuvo la suerte de poder visitarlo.
Una idea: “Que Sara crezca feliz y libre”, se dibujo en sus pensamientos.