viernes, 11 de noviembre de 2011

ARPÍA VENENOSA

ARPÍA VENENOSA

Era una pareja muy singular… también en sentido literal. En lugar de dos, parecían uno. Uno de los apelativos que él usaba para ella era: “¡Arpía venenosa que me tienes dominado!” y es que el humor estaba presente en su relación como también lo estaban el cariño, las discusiones, las peleas, los arrumacos, las rabietas, la diversión y ¡TODO!
Otras veces la llamaba: “Marta, volcán en erupción” y ella le imitaba, como subiese el tono de voz, con tal exactitud que acababan riendo… o llorando o peleando o abrazados. Todo podía pasar.
Entre ellos cabía todo menos el aburrimiento. Entre amores y encontronazos crecieron y se multiplicaron.
Rachas hubo que amenazaron distanciamiento, pero la verdad es que no sabían vivir el uno sin la otra.
Los años pasaban más o menos veloces, y los dos, al unísono (para variar) y cada uno por su lado (para más complicidad) empezaron a no poder más. Los hijos partieron, se fueron a hacer sus estudios y víctima del síndrome del nido vacío y de aquella relación tan tormentosa, decidió ella (la arpía) poner tierra por medio y se fue, sin tragedias… pero ¡se fue!
Sintió alivio y descanso pero un buen día antes de que pasase mucho tiempo, vio un taxi pasar y dentro a su dulce tormento ¡Raúl! Y sintió la irresistible necesidad de seguirle. Se reencontraron y volvieron a quererse; no tenían remedio y así pasaron los días y los meses que se convirtieron en años y dado que el tiempo vuela, la vida se fue pasando juntos, juntos… siempre juntos y un día amaneció en que Raúl abrazado a ella en la cama, muy juntitos, no despertó. Frio y muerto la rodeaba con sus brazos y Marta que con la vejez tenía un corazón débil y frágil no quiso liberarse de aquel último abrazo y permitió que la parca perpetuase ese sueño, de dos en uno, que se había convertido en su forma habitual de pasar las dulces noches.

Ángela Magaña