jueves, 3 de junio de 2010

LOCA POR EL TREN

Marta pasaba los veranos en un pueblo de la provincia de Logroño. El viaje era complicado. Se cogía el tren, desde Madrid, en la Estación de Atocha. Allí empezaba la fascinación. Los resoplidos de la máquina, los chorros de humo con carbonilla, de vapor y el ajetreo de gentes que iban y venían. Las parejas que se despedían y se besaban, en aquellos tiempos en que besarse no era algo permitido, Marta abría los ojos ante todo, con asombro. Amaba los trenes; eran la puerta a la aventura y a la fascinación de lo desconocido.
Se apeaban en la estación de Castejón y entonces venía lo peor: en un autobusillo inmundo (el de Perico, "El Gordo"), había que hacer los 8 Km. de curvas que iban hasta Cervera del Río Alhama. Mareo e impaciencia eran las sensaciones dominantes. Una vez allí, todo estupendo: Los abuelos, los primos de su edad y la maravillosa libertad que no tenía en la capital, con sus padres.
Más tarde fue ella la que iba, con su novio, a la estación; unas veces a despedirse de verdad y otras a hacer como que se despedía. Recuerdos dulces, de dulces y siempre escasos besos. Y el tren... como telón de fondo.
Siguió siéndole fiel, pero no les diré a quien... ¿al novio, al tren?
Amor multiplicado más tarde, en coche cama, noches felices. Mil oportunidades placenteras, más o menos cortos los trayectos, pero siempre con una ventanilla que le mostraba paisajes sugerentes y con un libro cuando iba sola.
Con el transcurso del tiempo, lo único que se ha hecho más leve es el tiempo. Los vagones hoy en día no viajan, vuelan, pero la locura de Marta no tiene cura: loca por el tren