lunes, 6 de abril de 2009

PARTICULAR NAVIDAD DE UN NARRADOR DE HISTORIAS

Publicado en el libro: Copos De Nieve en Navidad 2006/2007

“Un ascensor cae desde un octavo piso. Sus tres ocupantes resultan muertos”

Este titular apareció en los periódicos el día veinticuatro de diciembre, cuando todo el mundo hacía los preparativos de Navidad.
Se trataba de un edificio típico de Madrid con pisos buenos, aunque no lujosos. Las gentes que allí vivían solían quedarse de por vida. Se conocían unos a otros superficialmente, pero había alguien que no se conformaba con eso; quería saber más… Más de cada uno de los vecinos.
Se trataba de Juan. Juan había vivido en la casa desde que nació. Su vida de trabajo había pasado sin pena ni gloria. Vida de soledad casi exenta de emociones, ni siquiera los típicos escarceos amorosos de juventud. Siempre había huido de todo aquello que hubiese podido producirle la más mínima inquietud.
Era un lector infatigable, de esos que anda perdido al terminar una novela hasta que se sumerge en la siguiente. Esto está muy bien… pero en su caso surgía la preguntita: ¿Hay vida después de la lectura? ¡NO! No, en su caso. No tenía vida más allá de la de los personajes de los libros que leía. Era tranquilo con aspecto de buena persona. Su mirada huidiza denotaba inseguridad y solía lucir una tímida sonrisa que quedaba disimulada debajo de un bigote, del que estaba secretamente orgulloso.
Vivió con sus padres hasta que murieron los dos, casi a la vez y casi de la misma enfermedad. Almas gemelas, pensaba Juan. Pero como era de poco sufrir, ni siquiera eso le había hecho demasiada mella.

El tiempo pasa muy rápido y un buen día Juan se encontró a sí mismo, disfrutando de una jubilosa jubilación. Gozó de ello al principio. Pero poco a poco, los días resultaron ser demasiado parecidos entre sí y decidió hacer algo que siempre le había apetecido: Escribir.
Necesitaba un ordenador, una de sus armas de trabajo antes y ni corto, ni perezoso, se compró uno y empezó a asistir a un taller de escritura creativa.

Le sorprendió lo fácil y agradable que le resultaba aquello y animado por un buen profesor, se fue metiendo más y más en poemas, narraciones, cuentos y todo lo que se suele hacer en un taller de escritura.
Escribía con fluidez y no tenía problemas, por regla general, para expresarse y plasmar en el papel lo que le pasaba por la cabeza. Recordemos que siempre había sido un lector empedernido. Lo malo es que, precisamente, pocas eran las ideas que tenía en mente. Su vida carecía de interés. Era de lo más anodina.
Ni siquiera la Navidad tenía nada especial para él. Todas y cada una de ellas, habían sido casi iguales; antes, cuando vivían sus padres y ahora que estaba tan solo.
Unos meses antes de aquella Navidad última, una de las concejalías del barrio donde vivía convocó un pequeño concurso de relatos y poemas. Tímidamente, animado por el profesor y basándose en un viajecito que había hecho en cierta ocasión, presentó una pequeña historia de su invención que había conseguido hilvanar con cierta habilidad.
Pasaron un par de meses y un jurado benévolo tuvo a bien otorgarle un premio.
Siendo como era, un ser que nunca había resaltado en nada, el galardón tuvo para él, un efecto desproporcionado y empezó a obsesionarse con conseguir algo más de notoriedad.
Su nueva afición empezó a convertirse en obsesión. Escribía y escribía y a veces conseguía que su profesor y sus compañeros de taller alabasen algo suyo y eso llegó a ser para él una especie de frenesí rayano en el paroxismo.
Una obsesión llegó a dominarlo todo: BUSCAR NUEVAS HISTORIAS PARA SUS RELATOS.

Buscando fuentes de información se fue acercando al portero del inmueble, que sentado en su garito le ofrecía un asiento, conversación y frecuentemente temas (basados en el más vulgar de los cotilleos), para sus anheladas y creativas horas enfrente del ordenador.
Para mayor acercamiento, los dos juntos (el portero y él) pusieron en el portal los típicos adornos de Navidad: Bolas de cristal, guirnaldas y lucecitas. Sin olvidar, por parte del portero, una bandejita con polvorones y algunas chucherías, ya que con eso, el hombre, se trabajaba las anheladas propinillas.
Para conseguir cierta intimidad, dejó Juan de lado sus verdaderos sentimientos sobre la Navidad, que no significaba nada de nada y así, la amistad pareció fortalecerse.
Casi sin ser vistos podían observar desde aquel cuchitril, todo lo que ocurría en el vecindario y Juan aportaba, a veces, una botellita de cualquier vinillo para, como él decía: darle color a la conversación.
Cada vez más obsesionado pensaba: mi vida tan normal, resulta anormalmente aburrida y se fue imbuyendo de la idea de buscar y buscar y buscar, algo verdaderamente interesante.
Resultó que la gente de su entorno, era como él, de lo más normalita; al menos se lo parecían. Sus dotes observadoras crecían y él seguía al acecho de un gran argumento para sus escritos.
De repente un día, una luz se encendió en su cabeza y empezó a ver con nuevos ojos críticos. Se dio cuenta, de que no había que ir muy lejos para encontrar. Lo tenía al alcance de la mano.
Observando se dio cuenta de que tres mujeres cercanas a él tenían unas características un tanto peculiares.
Solían ir juntas, sumidas en sus charlas susurrantes acompañadas de miradas inquisitorias que provocaban, en los que se cruzaban con ellas, sensaciones del tipo: ¿Llevaré la cremallera abierta? ¿Tendré alguna mancha horrible? ¿Se me habrá descosido algo? Pero la gente suele tener ocupaciones y preocupaciones reales y las olvidaba inmediatamente.
Él las observaba con minuciosidad y recababa información sin cesar.
Una de ellas, por ejemplo, vivía también en completa soledad. Se llamaba Elena.
Perdió a sus padres, relativamente jóvenes todavía, por enfermedad y más tarde a sus hermanos, por avaricia.
Se erigió ella solita, en heredera universal y de resultas, decidió quitarse a los hermanos de encima. Quizá influyó en ella, una terrible meningitis, sufrida años atrás y que se complicó con una hemiplejia ¿Se le iría la cabeza o era simplemente afán de acaparar? ¿Quien sabe… ?
En su juventud fue una mujer inteligente y en cierto modo atractiva. Pero la inteligencia tiene diversos campos, en los que desarrollarse. La de Elena era de tipo académico. La otra, la inteligencia emocional, era un auténtico fracaso. Nunca supo rodearse de gente que la quisiera bien. No sabemos que es lo que ella valoraba.
Tuvo varios pretendientes, muchachos buenos, que hubiesen sido capaces de hacerla feliz, pero todos tenían defectos: Orejas de soplillo, un pequeño tartamudeo, otro tenía “cara de imperdible”, o un acento que no le gustaba… cosas de este tipo. Siempre había un motivo para burlarse despiadadamente de ellos y cuando no lo encontraba, surgía la gran tontería: “Mi padre era el único hombre que merecía la pena”
Su padre fue, en verdad, un hombre muy especial; pero en ningún modo: irreemplazable. No hay nadie que lo sea.
A los hermanos los alejó innecesariamente, después de hacerse dueña de todo lo de los padres y quedarse ella sola con piso, joyas, cuadros y colecciones muy valiosas, que el padre había reunido, diciendo siempre que todo aquello, el día que él faltara, sería para sus hijos. Digo, innecesariamente, porque nadie le reclamó nunca nada, en realidad, ni siquiera el único que en aquel momento hubiese necesitado un techo bajo el que guarecerse.
Pero nada se perdona peor a los demás, que el haber obrado mal uno mismo y haber sido injusto. La conciencia, posiblemente a modo de autodefensa, tergiversa los hechos de forma que el que comete el agravio se cree a su vez, el agraviado.
Su propia conducta la alejó, pues, de todo su entorno anterior. Los que todavía conservaban su aprecio la rehuían, por la imposibilidad de aguantar su conversación monotemática: “Yo, yo, yo… ”
Escuchar a los demás, tampoco era lo suyo. En cierta ocasión un familiar suyo sufrió una explosión de gas en la casa, de tal calibre, que casi acaba en tragedia. Al enterarse no fue capaz ni de interesarse por cómo habían escapado al tremendo susto En otro momento alguien le dijo: “Estoy hundido porque mi mujer tiene un cáncer galopante” y contestó “¡Vaya… Qué faena! ¡Pues sí!... El gato del señor del tercero, cada vez que me ve, se frota contra mis piernas… ¡Más mono!”
Son ejemplos que valen para hacerse una idea de lo que era su conversación y del nivel de egocentrismo al que había llegado.
Habría mucho que contar de las relaciones que posteriormente llegó a tener con otros hombres, todas ellas (¡por descontado!) en el ámbito más estricto de la pureza, ya que el sexo fuera del matrimonio era pecado y ellas (las tres amigas) eran santísimas y purísimas ¡No faltaba más!
De todas formas, ya mayorcita, llegó a interesarse por un par de hombres. Uno, resultó estar casado y cuando Elena se enteró, se apresuró a cortar su relación con él.
EL otro: Carlujo, era también un tipo curioso. Juan consiguió enterarse de muchas cosas:
El matrimonio, que tanto le hubiese gustado a ella, estaba totalmente fuera de los planes de Carlujo, a pesar de lo cual fue objeto de una adoración enfermiza. Más de diez años mayor que ella, el buen señor, se dejó adorar en una relación platónica, hasta que murió, muchos años después. A él también debió, resultarle aceptable esta especie de noviazgo, incluso placentero por lo compartimentada que tenía su propia vida; simplemente, por eso.
Compartía su vida con su madre, tres hermanas también solteras y una gata. Así pues de la madre tenía justamente eso: amor de madre. Las hermanas se ocupaban de mantenerlo limpito, comido y atendido y a la gata le reían, todos ellos las gracias; cuando por ejemplo, cazaba algún pajarillo que no se comía hasta que los amos lo habían visto.
Su especialidad era hablar “ex cátedra” y cualquiera que fuese el tema tratado, aconsejaba sin fin a sus interlocutores, que procuraban darle esquinazo a la primera ocasión.
En su casa lo tenía todo solucionado y el resto de sus necesidades eran también satisfechas, previo pago, por una de las muchas mozas, que a eso se dedican.
Con lo cual, el cometido de Elena se reducía a acompañarlo a tomar copitas sin fin, de compras, a escuchar sus batallitas y sobre todo a lo que hemos dicho antes: reverenciarle y servirle en cualquier cosa (ajena al sexo) con una devoción sin límite. ¡Ella, que tanto se había burlado de otros hombres, con muchas más cualidades!
La relación con este señor, trajo consigo (no se sabe muy bien por qué), el desprecio más absoluto para Elena, por parte de las cuatro mujeres de aquella familia de solteros (que también las hay), de forma que se vio sometida a las más estúpidas y absurdas vejaciones. Ni la avisaron siquiera en el momento en que murió, de una penosa enfermedad, durante la cual Elena sola había sido la más asidua enfermera, cargando con tareas que nadie más estaba dispuesto a hacer. Ausente en el momento fatal, no pudo ni asistir al entierro; nadie la avisó y mucho le tuvo que doler, pues era auténtica, la veneración que le profesaba.
De todo esto, se fue enterando Juan y empezaba a entrever en todo ello el tema para su gran narración. Pero: Faltaba algo… no sabía muy bien el qué. ¡Necesitaba más emoción!
A las otras dos amigas, no pudo llegar a conocerlas tan bien. No vivían directamente en el mismo edificio y las informaciones del portero eran menos completas.
Tenían, en cualquier caso y con pocas variantes una mentalidad casi calcada.
Eso de que Dios las cría… Estas dos, sin embargo, habían estado casadas. En nuestra época en la que tanto se habla y con razón del maltrato en la pareja, habían tenido ellas la suerte de tener dos buenos maridos (uno cada una, ¡claro!)
Juan decidió que en su narración pasaría por alto, casi todo lo referente a ellas. Ramona era una mujer verdaderamente insidiosa, que hizo mucho daño en la familia con sus críticas infundadas, pero Juan decidió aludir únicamente al hecho de que el marido de esta Ramona, le recordaba a un personaje de Alphonse Daudet, en uno de sus Cuentos del Lunes: "El hombre del cerebro de oro "
Este personaje (el del cuento), bondadoso en extremo y de una ternura extraordinaria (suelen ser así los protagonistas de Daudet), había tenido la debilidad de dejar traslucir el hecho de que su cerebro, además de ser de oro; pedacito a pedacito podía servir para comprarle caprichitos a su querida mujercita. La amada, zalameramente, pidió, como regalo fatalmente póstumo, unos lindos zapatitos de seda y en ellos se fue el resto del oro y lo que al enamorado le quedaba de vida. Juan pensaba, al leer esto, en el hombre de Ramona; por algo sería.

Juan no descartaba escribir algo en el futuro, más completito, inspirándose en esta mujer, porque lo que de ella sabía le parecía alucinante también.
La tercera señora era la peor de todas: poco agraciada y desagradable. Eso no necesitaba Juan que se lo dijese el portero, porque él lo sufría en sus carnes, cada vez que se cruzaba con ella; él y el resto de los vecinos.
Pero el más afectado también en este caso, era el marido. Un hombrecillo delgadito muy majo, que parecía un pajarito de flacucho y poca cosa que era. Era muy agradable y lo pasó mal, porque la mujer había sido captada por una de esas sectas, especialistas en destrozar familias y en el lavado de cerebro de los que caen en ellas. En este caso lo consiguieron plenamente. Cuando él echaba de menos alguna satisfacción para su cuerpecito serrano y ante la “gran espiritualidad” de su mujer solía comentar: “Se ha metido en mi cama”, refiriéndose a la secta, evidentemente. El pobre hombre acabó solo y murió poco tiempo después.
Estos detalles iban siendo acumulados en las notas de nuestro escritor, que seguía obsesionado por conseguir más detalles.
Empezó a dormir mal y una mirada extraviada brillaba de vez en cuando en sus ojos. Sus compañeros de Escritura pensaban que su dedicación al Taller y a escribir, era extraordinaria y le preguntaban con frecuencia por su salud, porque el estado de ensimismamiento en que lo veían, empezó a parecerles peculiar. Después de clase se separaban y como nadie había intimado con él, lo olvidaban.
El portero que nunca había hecho amistad con los otros vecinos, empezó a encontrarlo raro. Pasaba demasiado tiempo en la portería y se empezaba a poner tan pesado con las preguntas, que hasta él, que era cotilla por naturaleza, empezaba a cansarse.

Llegó el día 23 de Diciembre. Eran las doce del mediodía, el ascensor empezó a hacer un ruidito, como de algo que roza y el portero avisó al servicio de mantenimiento.
Otras veces ya había pasado; no parecía tener importancia. Un técnico apareció por allí para revisar, cables y maquinaria.
Juan y el portero seguían juntos en el garito de la portería. El técnico ocupado en lo suyo, estaba arriba, en la sala de máquinas.
Una vecina bajó a la portería para avisar de que en su casa había una fuga de agua.
El portero más solícito de lo habitual, en espera de la propina de Navidad, la acompañó a su piso. Bajó el técnico y le dijo a Juan, solo allí, en ese momento: ”Afortunadamente han avisado Vds. Hay un cable casi suelto; está muy peligroso. No hubiese aguantado otro viaje. Voy arriba a interrumpir el servicio”
Colgó un cartel con un “FUERA DE SERVICIO” muy grande en la puerta del ascensor y emprendió presuroso la subida; por la escalera, esta vez.
Juan, siempre al acecho, vio que las tres damas se acercaban por la acera. Iban despacio parándose para charlar. Malévolo en su enfermizo afán, se acercó al ascensor y cogiendo el cartel lo escondió bajo su chaqueta. Se sentó y esperó.
… Y mientras esperaba enajenado, afilaba mentalmente su lápiz, relamiéndose de pensar en el relato que escribiría. Una mirada de demencia brillaba en sus ojos.
Ni siquiera el estruendo del ascensor al caer, lo sacó de su ensimismamiento.
Por fin este año tendría: UNA FELIZ NAVIDAD.
Fin y conclusión. “Un ascensor cae desde un octavo piso. Sus tres ocupantes resultan muertos” ÁNGELA MAGAÑA

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